La verdad es que al llegar me alegre mucho de estar allí, rodeado de nieve, a pesar de que casi me caigo cuando bajé de la autocaravana porque no podía caminar de lo dormidos que debía tener cada uno de los músculos de mi cuerpo.
Empecé a tocar la nieve, que se derretía en mis manos. Mi madre no tardó en salir corriendo de la autocaravana para ponerme un abrigo y unos guantes por si me acababa helando.
Mientras mi padre organizaba la autocaravana y mi madre ya hacía la cena, yo fui a explorar ese territorio tan desconocido para mí.
Habíamos aparcado a los pies de una colina, así que decidí subir a la cima para ver que había al otro lado.
El paisaje que se veía desde allí era aún más bonito que lo que había visto al llegar, y nada comparable con los otros sitios en los que había estado en mis diez años de vida.
Aquello era inmensamente mejor, había mas nieve que donde nos habíamos asentado y se veían todas las montañas que rodeaban aquel pueblecito de casitas humildes. Y el lago que se había helado aún le daba un aspecto más hermoso si cabía. Mi madre me había dicho más de una vez, cuando me ayudaba a estudiar para la clase de ciencias obligándome a quedarme sentado hasta que no me supiera de memoria la lección, que un valle era una depresión de la tierra formada ente varias montañas y en las que generalmente había un lago. Sí, aquello era un valle seguro.
Descendí por la colina a trompicones, ya que resbalaba cada vez que ponía un pie en el suelo. Pero daba igual, tenía demasiadas ganas de conocer aquello en profundidad como para que me importase ensuciarme el peto o mis zapatillas negras y hacerme daño en las rodillas.
Cuando llegué al pueblo paseé durante un rato por aquellas callejuelas estrechas, mirando todas las tiendecitas, especialmente la de comestibles y golosinas, dónde se me dio por buscar en los bolsillos de mi peto y encontré unas monedas.
Cogí una bolsa llena de ositos de goma y le entregué el dinero al señor de la tienda.
Él me dijo que en Alaska no se utilizaban las monedas que había en mi país, sino los dólares, algo de lo que no me habían informado mis padres. Pero la gente de ese lugar parecían personas amables, o por lo menos el señor de la tienda de gominolas lo era, porque me devolvió mis monedas y me regaló la bolsa de ositos.
Yo le dí las gracias y le dije que mañana le traería dos sándwiches de tomate y queso fundido, como los que hacía mi madre.
Me senté en unas escaleras a tomarme los ositos, no todos que si no luego me dolería la barriga, como me había advertido mi madre, así que sólo me tomaría los rojos, que eran los que más me gustaban.
Cuando terminé decidí ir a visitar el lago.
Tal y como había visto desde la colina, estaba completamente helado y se podía ver los peces que nadaban por debajo de aquella capa gélida.
Al otro lado había una niña rubia con un gorro de lana verde que parecía estar haciendo lo mismo que yo. Pero al verme se fue. Yo decidí hacer lo mismo porque ya era de noche, pero me encontraba al otro lado del lago y no conocía el camino de vuelta. Estaba perdido, desorientado, cansado y tenía hambre.
Me tumbé bajo un arbolito que había cerca de la orilla y, envuelto en mi abrigo pasé allí la noche. Hecho un ovillo entre la gruesa capa de nieve y aquel frío polar característico de Alaska.
